Quizás el título de este artículo haya llamado la atención a muchos lectores, y con la misma curiosidad sobre su contenido, han comenzado la lectura. Estoy seguro que estos textos no van a dejar indiferente a nadie.
Llegaba mi avión poco más del medio día al aeropuerto de Laayoune. Me esperaban fuera, no me retrasé mucho ya que no llevaba equipaje, tan solo mi inseparable mochila. Encaminamos los pocos kilómetros que me separaban del hotel donde me iba a hospedar, y donde ya me esperaban algunos buscadores para enseñarme sus piedras. Es sorprendente cómo ha cambiado mi vida.
Recuerdo mi adolescencia y se me ponen los pelos de punta. No tengo palabras suficientes para agradecerme a mí mismo haber llegado a donde estoy. En la vida llega un momento en que te das cuenta que no importa lo que una persona haya sido en el pasado, sino lo que quiere ser en el futuro, y lo importante que es evolucionar por el camino correcto. Total, divagaciones en un trayecto en el que no entiendes ni idea lo que el conductor te está diciendo en árabe.
Uno llega casi sin mirar a su destino. Quizás porque miras donde más sientes curiosidad, las cosas llamativas, los colores, los aromas que llegan de algún lugar y te hacen girar la cabeza buscando la brisa que los transporta. Las caras sonrientes de las personas alrededor y sus saludos efusivos. Laayoune es una ciudad excepcional si te dejas llevar por los sentidos. El cansancio del viaje tampoco ayuda mucho a prestar atención a las cosas menores, o simplemente a aquellas que no llaman la atención. Llegué al hotel, mi guía se quedó esperando en la cafetería mientras dejaba mi equipaje en la habitación y me daba una ducha. No tardé en bajar y me dirigí a uno de aquellos enormes salones jalonados con cortinas interminables hasta el techo donde se guarecía el frescor que aliviaba las temperaturas cálidas del exterior.
Mi guía me alertó que había gente esperando por mí, y no quise hacerlos esperar. Era casi la hora de la comida, y aquellas personas también tenían sus vidas. Nos sentamos en unos sillones enormes, frente a una mesa de madera y casi como si de un ritual se tratase los buscadores se fueron acercando con un respeto como pocas veces había visto.
Uno de los camareros se nos acercó y dirigiendo su dedo índice hacia un señor mayor sentado en una esquina de la estancia me reveló que aquel hombre llevaba desde la noche antes esperando para verme… se me pusieron los pelos de punta.
Mi guía se acercó a aquel señor, un hombre mayor, curtido por el solajero de las ancestrales arenas del Sahara, y entabló conversación con aquel señor en árabe. Lo tomó de la mano y lo ayudó a levantarse. Aquel señor se agachó, agarró una bolsa de plástico anudada, y se acercó, ayudado, hasta la mesa con un respeto casi místico.
Mi guía me contó. Había caminado durante tres jornadas desierto a través para llegar a Laayoune, desde que supo que el experto en piedras del cielo iba a venir. Cargaba una bolsa con piedras que había encontrado en el desierto. Llegó hasta el hotel y esperó, paciente, desde la noche anterior para encontrarse conmigo. Se me estremeció el corazón al verlo. ¿Cómo es posible que ese señor, tan mayor, hubiera hecho semejante cosa solo para encontrarse conmigo? Es orgullo lo que siento por estas gentes.
Tembloroso soltó el nudo de la bolsa, sacó sus piedras, envueltas en trapos también anudados, y las fue poniendo con respeto en la mesa, con la confianza de que alguna tuviera algún valor, y quizás aquel día pudiera vender alguna.
Lamentablemente todas aquellas piedras eran trozos de basaltos, y pedernales del desierto. No tenían valor alguno. Pero me sentí profundamente conmovido por la heroica hazaña de Bachir. Tomé una piedrita en mis manos, le sonreí. Se sintió confundido, creo. No supo cómo interpretar mi sonrisa. Saqué de mi cartera dinero, y lo deposité junto a la piedra.
Sobraban las palabras. Era el precio que pagaría por aquella diminuta piedra. Mi guía se echó las manos a la cabeza. ¡José se había vuelto loco! ¿Cómo iba a pagar ese dineral por una piedra sin valor?
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