Cuando me propuse afrontar este artículo, hace muchos meses ya, aún inmersos en los primeros meses de la pandemia que asola el mundo, fue una decisión tomada en base a un hecho fundamental; la disponibilidad de un buen número de muestras de rocas lunares. A esto se sumará la experiencia adquirida en su estudio durante los pasados años, y que me ha llevado a la redacción de algunos libros dedicados a este tema tan apasionante. Y es que la Luna tiene su encanto.
Quién de nosotros no se ha maravillado contemplando el admirable espectáculo de la salida de la Luna, el magistral tránsito de un eclipse o el hipnótico destello de la Luna llena en lo alto de la bóveda celeste.
La Luna ha sido la gran inspiradora de las más tórridas historias de amor, las más convulsas locuras, los más atroces crímenes. La Luna, nuestro satélite natural, que cada 28 días nos muestra su cara brillante totalmente repleta de cráteres que a unos sugieren rostros, a otros, figuras zoomorfas, a otros, simplemente, letras de un bello y violento poema de historia natural.
Lleva acompañando a nuestro planeta desde hace más de 4200 millones de años. Y ha sido testigo de toda su evolución, en la que ha influido de manera notable, y aún hoy día, a pesar de la distancia que los separa, sigue haciendo. Pero al contrario que en nuestro planeta, en la Luna parece haberse detenido el tiempo hace millones de años. Y es que su superficie solo se ve alterada por el esporádico bombardeo de alguna roca cósmica que la colisiona en un despiste de sus escaramuzas interplanetarias. En su tenue atmósfera no hay oxígeno. En su tierra, no hay agua líquida en la cantidad suficiente como para producir erosión, o algún fenómeno más allá de la hidratación de algunos materiales en los que es contenida de forma molecular.
No hay procesos geológicos internos que modifiquen su fisonomía exterior, ni tan siquiera sus materiales interiores. El tiempo se detuvo, su vulcanismo se detuvo, y el satélite quedó inerte, a merced de la gravedad terrestre, cada vez más alejada de nosotros, hasta que sencillamente establezca su rumbo y parta hacia paraderos desconocidos.
La Luna ha sido el primer y único cuerpo extra-terrestre visitado por el ser humano. La huella de los hombres permanecerá inalterada sobre su regolito por miles de años. Y de su superficie han llegado a nuestro planeta, recuperados en las misiones tripuladas, hasta poco más de 382 kilos de rocas, suelos y núcleos. Y las investigaciones se suceden.
Hoy el satélite está siendo orbitado por varias naves, orbitadores lunares, que mapean y analizan cada palmo del suelo lunar, constituyendo de esta manera una importante fuente de datos técnicos analíticos. Con ellos, los científicos reconstruyen el paisaje lunar, la composición de sus rocas, infiriendo su origen y su historia geológica. Junto a estos datos, las muestras rocosas lunares confirman y completan el mapa de la Luna. Cada mineral, cada textura, cada formación, cada alteración química. Todo es analizado, todo es registrado.
Pero no serán éstas las únicas fuentes de información que los científicos barajan. La recuperación de muestras del suelo lunar permitió la identificación de un grupo de meteoritos encontrados en la Tierra, y cuyo origen no estaba claro. De hecho los primeros especímenes fueron archivados y catalogados como “acondritas inagrupadas”.
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