En la amplia casuística registrada de bólidos y bolas de fuego vistas cruzando nuestros cielos en todas las partes del mundo, y de las muchas más que han sobrevivido a tan ardiente trayecto, cayendo fragmentos al suelo, solo unas cuentas han merecido especial interés por haber golpeado objetos. Así conocemos la caída del meteorito de Peekskill que el 9 de octubre de 1992, atravesó la atmósfera sobre Kentucky fragmentándose en numerosos trozos, uno de los cuales cayó y atravesó literalmente la parte trasera del Chevrolet Malibu que Michelle Knapp conducía en Peekskill (Nueva York) de regreso a su casa.
O el meteorito Claxton, que el 10 de diciembre de 1984 cayó en Georgia, golpeando un buzón al que destrozó y tiró al suelo. Un coleccionista lo compró poco después, y actualmente está valorado en decenas de miles de dólares.
No podemos olvidar tampoco el desolador evento de Chelyabinsk (Rusia) que provocó daños materiales por más de 30 millones de euros, producidos por la onda expansiva de la explosicón del meteoriode en la atmósfera.
También los meteoritos caídos en Yunnan (China), Kolang (Indonesia), Viñales (Cuba) o en Aguas Zarcas (Costa Rica) cuentan historias de haber golpeado tejados y haber roto parte de los mismos. Los coleccionistas sienten especial atracción por éstas rocas golpeadoras y por los objetos en los que han causado daños, llegando a pagar importantes sumas de dinero por ellos.
Pero lejos de estos meteoritos que han golpeado o dañado objetos, existe un caso extraordinario, el de la única persona oficialmente reconocida que haya sido golpeada y herida directamente por un meteorito. Hablamos de Ann Hodges.
La tarde del 30 de noviembre de 1954 el pueblo rural de Sylacauga, al sureste del estado de Alabama, descansaba tras el almuerzo. Una de sus habitantes era la señora Ann Hodges, quien repentinamente se despertó sintiendo un fuerte golpe en la cadera. Su sorpresa fue mayúscula cuando observó que su casa estaba llena de humo y escombros. La alarma fue máxima.
Tras la alarma repentina, y recobrada una cierta tranquilidad al notar que todo estaba en silencio y quietud, Ann y su madre descubrieron un agujero en el techo de su casa. La radio también estaba tan destrozada como el techo de la vivienda.
El causante del daño, una roca negra, grande, del tamaño de un balón de rugby que había atravesado el techo, había destrozado la radio, y al rebotar, hirió a la durmiente.
Avisadas las autoridades policiales y bomberos que se personaron en el lugar de los hechos, hicieron llamar a un geólogo del estado que trabajaba en una excavación cercana, quien tras examinar la roca, determinó que con seguridad podría tratarse de un meteorito.
En plena época de Guerra Fría, las autoridades debían descartar cualquier asociación o complot soviético, e hicieron entrega de la roca para su inspección a la Fuerza Aérea.
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